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No todos los caminos conducen a Roma

Columna de opinión de Paul Endre Saavedra*.


A fines de marzo de este año, muchos de nosotros supimos del nombramiento que Juan Carlos Cruz recibió por parte del Papa Francisco para ser uno de los tantos integrantes de la “Comisión para la protección de menores”. Este nombramiento resulta significativo, tanto para quien lo recibe como para las y los sobrevivientes que guardan alguna esperanza y vinculación con la Iglesia. Pero la lectura también depende del paradigma con el que se mira el abuso, considerando la incidencia de la clase social, la orientación sexual y/o la identidad de género, entre otros elementos relevantes.


Considero que el nombramiento del señor Cruz, es un gesto político por parte de Francisco, el cual, después de la respuesta de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) ante la duda sobre las bendiciones de las uniones de personas del mismo sexo, pareciera ver tambalear su imagen de Papa gayfriendly. Para contrarrestar aquel detrimento de su figura, y al poco tiempo de ser convocado por Francisco, el señor Cruz aclara en una entrevista hecha en un medio de prensa nacional, “que el Papa está muy dolido con lo ocurrido”, a pesar de que al final del mismo documento de la CDF, se afirma que el Papa había asentido a la respuesta emitida en febrero.


No es antojadizo pensar que el nombramiento de Juan Carlos Cruz pueda ser visto como un hecho conveniente, que pueda reducir las dudas que provoca un Papa que, para muchos, tiene un comportamiento confuso. Por una parte, distrae de la conmoción que pudo haberle provocado en la comunidad LGBTIQ+ las declaraciones de la CDF, mientras que por el otro, se hace un blanqueamiento de su imagen, pues la defensa del ambivalente comportamiento de Francisco, proviene de alguien que pertenece a esa comunidad históricamente maltratada por la Iglesia Católica. Hablando desde su relación personal con el Papa y dando a entender que es inocente de la maldad que le rodea en el Vaticano, el señor Cruz le presta su tribuna a un inconsistente Papa Francisco que quisiera seguir pareciendo amable para quienes han querido optar por ver en él un acercamiento. No obstante, también es un gesto que repercute en la comunidad de los sobrevivientes de abuso sexual. Para bien o para mal, en la persona de Juan Carlos Cruz, convergen dos realidades que entran en conflicto e interpelan a la Iglesia: su orientación sexual y su experiencia como sobreviviente de abuso sexual eclesial. Aunque esa “incomodidad” dependerá desde donde cada uno se ubique u opte interpelar.


No somos pocos los sobrevivientes que tenemos una manera diferente de entender el activismo, la reparación y las responsabilidades que le competen a una institución, cuya estructura pareciera propiciar el abuso. Para varios sobrevivientes, la forma de ubicarse y mirar esto, se asemeja a la manera en que, por ejemplo, el Estado mira el narcotráfico. El narcotráfico es crimen y quienes participan de él, son criminales. El Estado no busca cambiar el narcotráfico desde dentro, ni hace alianzas con narcotraficantes menores de buena voluntad, como para llegar a puntos de comprensión intelectual sobre el fenómeno del mundo narco. Simplemente, el Estado condena y ataca el narcotráfico y protege a los ciudadanos de los riesgos que eso significa, manteniendo a una población informada, resguardada y en línea con la lucha que esto evoca. Salvo, que El Estado no sea lo suficientemente libre de hacerlo, porque puedan existir una serie de intereses desconocidos para la ciudadanía o porque parte de los poderes del Estado se ven amenazados de algún modo. Acá sucede algo parecido: La Iglesia ha cometido delitos, los criminales, muchos de ellos, sino la mayoría, están dentro de una estructura que obstaculiza bastante los procesos de justicia, que minimiza los crímenes llamándolos pecado, generando una verdadera cultura de la impunidad. Existen delincuentes sueltos, en ejercicio del ministerio sacerdotal, y existen responsabilidades compartidas por toda la estructura, que abarca mucho más allá de los casos bullados y puestos en la palestra nacional.


Dada esa complejidad que revisten los delitos a los que se les imputa a varios miembros de la Iglesia Católica, se hace difícil sino imposible de creer que el cambio puede venir desde dentro, por más que el Papa en su estilo “rupturista y progre” convoque a un laico homosexual y emblemático activista. Incluso, por más que la persona en cuestión, disponga de las mejores de las intenciones y posea una visibilidad mediática dada su carrera y mundo en el que se mueve. Para muchos de nosotros, el problema precisamente radica en la estructura monárquica y teocrática de la Iglesia y la poca voluntad de abrir ésta a la intervención de la justicia ordinaria, civil y penal. Por lo tanto, desconcierta que el nombramiento consista en ser parte de una iniciativa que depende de una institución que evita referirse a los crímenes de sus representantes, llamándolos pecados.


Es precisamente esa militancia férrea e incuestionable de la persona elegida, la que no permite ofrecer garantías a quiénes hoy se sienten en deuda con la Iglesia. ¿Tendrá la capacidad, por ejemplo, de diferenciar sus amistades con el clero, de las acusaciones que puedan salpicar a su círculo más íntimo? Pues pareciera que no. La memoria es frágil y también selectiva. Más de alguien podrán recordar el caso que involucró al sacerdote Rodrigo Polanco: Cinco mujeres, ex estudiantes de la UC, lo denunciaron por acoso sexual. La denuncia siguió su curso hasta que el Arzobispado de Santiago, luego de obtener la declaración de todas las víctimas, determinó que lo denunciado no se encontraba tipificado en la legislación canónica como delito, ordenando el cierre del caso. Por ese entonces, una de las víctimas del caso, acudió a la “Fundación Para La Confianza”, en busca de orientación y ayuda en la acusación que entabló contra Polanco. Y si bien recibió alguna asesoría, la amistad que Murillo, Hamilton y Cruz mantenían con el sacerdote Polanco, los colocó en una situación que estuvo lejos de velar por la víctima. El caso trató de silenciarse, evitando que trascendiera lo suficiente. Tampoco se pronunciaron cuando tiempo después, Juan Carlos Cruz participó junto con sus otros amigos de la alianza entre “Fundación para La Confianza” y la PUC, dando origen al centro CUIDA-UC. Además de haber participado de una alianza revictimizante, donde se pasó a llevar y a descuidar a varios sobrevivientes de abuso sexual eclesial, tanto él y sus compañeros de lucha jamás reconocieron sus puntos ciegos, ni aceptaron ser interpelados; mucho menos reconocieron que se habían sentado a negociar con una jerarquía cuestionada por su responsabilidad evidente. Después del caso Polanco y del caso CUIDA UC, se hace muy difícil creer que esté facultado de esa imparcialidad tan necesaria para poder adquirir un verdadero sentido de la justicia y ser garante de encaminar procesos de verdad y reparación.


Lo relevante, entonces, es que la sociedad se forme su opinión conociendo estas dos formas de situarse ante el abuso eclesial y el despliegue escénico/comunicacional que la Iglesia hace sobre la lucha que supuestamente entabla. Para varios sobrevivientes, la manera de incidir no contempla hoy por hoy la alternativa de hacer alianzas con instituciones vaticanas o depositar la confianza en procesos reparatorios, porque ya hemos visto la experiencia en varios lugares del mundo, contando obviamente con el fracaso de la comisión Scicluna que Francisco levantó. Varios sobrevivientes participamos de buena fe en esa instancia vaticana y el resultado fue una vez más la negligencia de las autoridades y sus medios, así como la evidente desidia y falta de voluntad de la jerarquía.


Algo que quizás se olvida es que nuestra experiencia, previa a la posición que ocupamos hoy, también consistió en tratar de cambiar las cosas desde dentro. Muchos recurrimos a nuestros “pastores”, a los responsables de la comunidad. Buscamos que alguien “desde dentro” nos creyera. Todo eso se tiñó de frustración porque nos hemos visto en situaciones de maltrato y revictimizaciones permanentes. Para varios sobrevivientes a nivel no sólo nacional, sino mundial, la experiencia con la Iglesia se resume a un trato indigno, no sólo por el abuso mismo, sino por todo el camino que se hace, desde narrar una y otra vez los hechos, ante jueces delegados que colocan los obispos para recibir el testimonio de las víctimas, pero que demuestran al poco andar su indolencia y falta de preparación para recibir a sobrevivientes. Al final del día, la experiencia es que la voluntad de la Iglesia no está con las víctimas, sino en salvarse ella, su estructura, su “honra”. Y si alguien ha tenido una experiencia distinta con la Iglesia, tal vez nos estamos topando con una excepción, un privilegiado o privilegiada, con alguien que al final ha recibido lo justo. Pues de eso de trata, nada más y nada menos: de lo justo. La Iglesia está obligada a hacer lo justo. No tiene alternativa, ni de cara a los tribunales, ni de frente a quién supone representar.

Depositar el proceso de justicia, verdad y reparación en manos de la Iglesia, es para nosotros la diferencia que nos sitúa en otro registro, más frontal, menos complaciente y con la verdad de los hechos que hablan por sí solos. Somos escépticos de estas instancias, y eso no se debiera traducir o interpretar como un ataque o como amargura, sino como una toma de postura, una posición política que obliga y que hay que honrar. No vemos en este nombramiento un espacio de libertad en el cual se pueda interpelar a la Iglesia con un nivel de crítica que apunte a sus falencias y desidias, por más que el elegido retome el lenguaje incendiario que antaño lo destacó. Porque hay mucha agua bajo el puente desde que se dijo “el Papa está mintiendo” a “El Papa me dijo que Dios me ama así”.


La simple razón de que sea un espacio creado dentro de la misma estructura de poder, impide que la Jerarquía se sienta o vea incomodada o desafiada. Es un espacio, de cierto modo, ficticio, pues crea la ilusión (hechizo) que sí se está haciendo algo, que sí hay voluntad a pesar de contar con un Papa neutralizado, atado de manos, imposibilitado de dirigir esta maquinaria abusiva, de incidir en la doctrina contra sus amigos gays, a los que sólo en privado le puede decir que “Dios te ama tal cual eres”. Esa persona incapaz de intervenir la milenaria estructura que preside, espera de vuelta confianzas y esperanza de justicia sobre algo que llega incluso a revestir características de un acto perverso, circunscrito a intereses personales y a costa de una brutal indolencia.


Varias son las preguntas éticas que caben aquí, pero me centro en una que es fundamental: ¿qué cuida más a los y las sobrevivientes: la devoción irrestricta puesta al servicio de la cabeza de esta estructura responsable del abuso o la preocupación de no provocar revictimización y reforzar las confianzas dañadas de miles? Esta pregunta es clave para entender la distancia y la desconfianza que nos provoca la iniciativa vaticana, más no la persona. Y el cuestionarlo, es un deber que uno esperaría que sea valorado. Porque no hay duda que Juan Carlos Cruz es para muchos una voz, pero que fue levantada también gracias a las voces de muchas y muchos de nosotros. Y honrando esas voces que le apoyaron cuando esta misma Iglesia no creía en él, esperamos que ese puesto no lo transforme en otro “intocable” al cual no se le pueda preguntar qué es lo que cuida más, de cara a sus pares sobrevivientes.

*Paul es Profesor de Teología. Magister en Ética y Desarrollo Humano. Autor del libro El Huerto de los Corderos. Sobreviviente de ASE/ASI y parte de esta Red.


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