Advertencia preventiva a víctimas y sobrevivientes. El texto a continuación contiene información que puede gatillar recuerdos traumáticos.
Mi nombre es Verónica San Juan Cornejo, tengo 58 años y vengo a dar mi testimonio como víctima de abuso sexual reiterado en mayor de 14 años y abuso de conciencia cometidos por Patricio de la Cruz Cáceres Riquelme. Los abusos comenzaron cuando él era un funcionario que ocupaba una posición de liderazgo en la Vicaría de Pastoral Juvenil, organismo dependiente del Arzobispado de Santiago. Los hechos que detallaré se remontan a 1982 y se extienden hasta 1986, en el contexto de mi participación en las Comunidades Cristianas de Estudiantes Fiscales, COCEF.
En 1982 yo tenía 16 años y cursaba tercero medio en el Liceo Carmela Carvajal de Prat. Mi madre trabajaba como asesora del hogar “puertas adentro” y yo vivía bajo ese régimen en Santiago. Mi mamá había comenzado a trabajar con su jefe en 1962, cuando él vivía solo con sus dos hijos. Era un hombre justo, de buen trato, que se transformó en un padre sustituto para mi hermana mayor y para mí. Le llamábamos “Papito” y “Tata”
En 1968 él comenzó a convivir con una mujer que desde un principio nos sometió a abuso psicológico permanente a mi madre, a mi hermana y a mí. A pesar de la protección y del cariño nos daban el Tata y sus hijos me tocó crecer en ese contexto de violencia psicológica. No conocía a mi padre biológico ni tampoco sabía su identidad. Esa carencia marcó mi niñez y mi adolescencia.
Para 1982 yo era una adolescente que vivía denostada por esta adulta. A pesar de mi fragilidad emocional, era una persona llena de inquietudes políticas, sociales e intelectuales fomentadas por el jefe de mi madre. Era una muy buena alumna y tenía un pequeño grupo de amigas con quienes compartía estos intereses. Las atrocidades de la dictadura militar eran un tema que nos unía y del cual hablábamos con precaución. El liceo era el único espacio social en el que compartía con jóvenes de mi edad ya que esta mujer controlaba todas mis actividades y vínculos. Ella anulaba las opiniones y decisiones de mi madre.
En marzo de 1982 junto a mi mejor amiga nos inscribimos en un preuniversitario. En ese contexto conocimos a una joven quien a fines de mayo nos invitó a participar en un grupo pastoral que pronto iniciaría sus actividades. El grupo se denominaba Comunidades Cristianas de Estudiantes Fiscales (COCEF). Se trataba de una iniciativa del Cardenal Raúl Silva Henríquez, quien en ese tiempo era una figura moral y política que se había erigido como defensor de los derechos humanos. El Cardenal representaba una autoridad idónea que daba garantías de que se trataba de un espacio seguro y por eso me autorizaron a asistir.
El sábado 5 de junio de 1982 llegué con mis amigas del liceo a la Vicaría de Pastoral Juvenil, sede del COCEF. Íbamos esperanzadas, felices. Fuimos recibidas por Patricio Cáceres Riquelme quien a esa fecha tenía 31 años. Él ostentaba el cargo de “asesor general” y su jefe directo era el vicario juvenil Juan Andrés Peretiatkowicz. El equipo estaba formado por estudiantes universitarios que provenían del Centro Pastoral Juvenil (CPJ), seminaristas, agentes pastorales y funcionarios de la Vicaría.
Inmediatamente me sentí parte de este proyecto que también constituía un espacio de resistencia a la dictadura. El COCEF se organizaba en pequeñas “comunidades”. Yo era parte de una comunidad de estudiantes de 3° medio que estaba a cargo de Cáceres Riquelme.
La comunidad era una instancia de reflexión en la que compartíamos vivencias y analizábamos la contingencia a la luz del Nuevo Testamento y de textos relacionados con la teología de la liberación. Era un ambiente de fraternidad y de confianza. Nos reuníamos todos los sábados durante toda la tarde; con el tiempo también empezaríamos a asistir en la semana. Era un lugar que llenaba mi vida.
Transcurrido poco más de un mes nos anunciaron que se realizaría un campamento en una propiedad de la Iglesia ubicada en la localidad de Longotoma. Solicité al jefe de mi mamá y a su esposa que conversaran personalmente con Cáceres Riquelme para que constataran in situ la seriedad de la institución y de la persona responsable. Lo hicieron y logré que me dieran permiso.
En los días previos al campamento había empezado a pololear con Eduardo, un estudiante de 4° medio que asistía al COCEF. Recuerdo ese campamento con jornadas emotivas, lúdicas y formativas. Pero también recuerdo que Patricio siempre estaba pendiente de mí, de abrazarme y de fotografiarse conmigo. En ese campamento me pidió que posara para su cámara y me tomó una foto de mi cara en primer plano, y lo mismo hizo con mi mejor amiga. De regreso a Santiago enmarcó los retratos y los instaló en su oficina de la Vicaría. En ese momento yo no lograba dimensionar cuáles eran sus intenciones.
Cáceres Riquelme tenía un gran ascendiente sobre mí. Lo veía como una figura paterna, a quien escuchaba y admiraba. En la comunidad pude contar las humillaciones que vivía junto a mi mamá y la infructuosa búsqueda de mi padre biológico. Eran temas que nunca había compartido, ni siquiera con mi mejor amiga. Él se mostraba comprensivo y me ofrecía contención. Sin darme cuenta le entregaba información sobre mi estado de vulnerabilidad social, afectiva y psíquica. Esto sólo lo pude comprender en mi adultez.
Era un tipo carismático. Le gustaba bromear, pero algunas de sus “bromas” eran incómodas. Cuando saludaba a algunas adolescentes -entre ellas yo- corría la cara como si nos fuera a dar un beso en la boca. Muchas veces rozaba la comisura de los labios. Cada vez que lo hacía reía a carcajadas. Era una actitud desconcertante que hacía pasar como un “juego”. Siempre fue algo unilateral.
Del periodo que transcurre entre 1982 y 1983 recuerdo que fotografiaba las actividades, pero particularmente retrataba a las adolescentes y a las universitarias del COCEF. Tenía una muy buena cámara y tomaba zoom de bocas y ojos y las hacía pasar por fotos “artísticas”. No nos pedía autorización. Con el tiempo contrataron a un fotógrafo, pero Cáceres Riquelme siguió tomando fotos y diapositivas para su uso personal.
En esa época nos empezó a preguntar por nuestra vida afectiva y sexual. Éramos presionadas a responder y cuestionaba nuestra inexperiencia sexual a través de burlas e ironías. A veces usaba esta información en otros contextos y lograba avergonzarme. Era una forma de control. Ya adulta me di cuenta que era su método para tantear a sus víctimas.
En 1984 entré a estudiar pedagogía en castellano y Patricio Cáceres me invitó a convertirme en “animadora” de una comunidad de 8° básico junto a un asesor. Pocos meses antes yo había cumplido 18 años y esta propuesta significó un reconocimiento personal y social. Me sentí valorada, sobre todo porque mi situación personal empeoraba. El abuso psicológico que vivíamos con mi madre era desesperanzador.
Al margen de la línea pastoral del COCEF este individuo comenzó a difundir conceptos de la teoría de la Gestalt. De manera arbitraria incorporó prácticas y experiencias de sus aprendizajes individuales y las aplicó de forma inconsulta haciendo uso de su poder. Frases como “el darse cuenta” o “el aquí y el ahora” pasaron a formar parte de las actividades, especialmente en las “jornadas” que se realizaban en la Vicaría y en otros espacios pertenecientes a la Iglesia. Paralelo a esto comenzó a realizar “talleres” en la Vicaría en horarios nocturnos y durante los fines de semana. Nadie lo fiscalizaba. Éramos pocas las personas elegidas. Con los años entendí que escogía a quienes presentábamos fragilidad psíquica y emocional. El “taller” consistía en “tomar conciencia del cuerpo” y para ello recurría a “meditaciones” y a “dinámicas” basadas en tocarnos unos a otros, incluidos los genitales. Él también tocaba y era tocado. Se suponía que esa “conciencia corporal” nos permitiría “liberar nuestras trancas” y vivir nuestra sexualidad “a plenitud”. En ese tiempo ninguno de los que participábamos teníamos las herramientas emocionales para negarnos y para advertir que estábamos siendo manipulados.
No recuerdo si fue hacia fines de 1983 o a principios de 1984 que me invitó al cine. No dudé en ir porque Patricio era una persona en la que confiaba. En algún momento de la proyección de la película sentí que ponía su mano en mi pierna y a los pocos segundos comenzó a abusar de mí tocando mis genitales. Me paralicé y no pude reaccionar. Sentí mucha vergüenza y angustia y no pude contarlo. Hace seis años me enteré que sus invitaciones al cine eran su modus operandi.
Ahora tengo conciencia de que su aproximación inicial había sido el comienzo de todo: los retratos; las veces que giraba la cara para darme un beso en la boca; las preguntas sobre mi vida sexual; las burlas sobre mi inexperiencia sexual; la forma en que se refería a mis pololos. Para él ninguno era “adecuado”. A mis dos pololos del Cocef los trató de forma despectiva y humillante.
El tipo de abusos descrito se repitió. En particular recuerdo uno ocurrido en 1984 durante una jornada de asesores y animadores desarrollada en una “casa de ejercicios” de la Iglesia. En esa ocasión nuevamente quedé paralizada. Él ejercía un dominio que me impedía reaccionar.
Aproximadamente en 1985 Cáceres Riquelme se inició en las “enseñanzas” de Bhagwan Shree Rajnees y nuevamente integró estos “postulados” a la formación de asesores y animadores. Otra vez eligió a quienes eran sus más cercanos e integró a sus “talleres” herramientas que promovían el flujo de conciencia y la experimentación sexual. Cuestionarlo o negarse era sinónimo de poco “desarrollo espiritual”. En esa época dejó de hacer sus “talleres” en la Vicaría y se trasladó a espacios que conseguía con amigos o conocidos. Promovía “talleres para parejas” en los que nos exponía a situaciones violentas que transgredían nuestros valores.
En el verano de 1986 conocí a Gustavo Vivanco Cruz, mi marido desde 1990. En esa época yo estudiaba castellano en la Universidad Católica y seguía participando en el COCEF, pero estaba más interesada en el movimiento estudiantil que buscaba el fin de la dictadura y en mi relación con Gustavo. Estábamos construyendo una bonita relación, de mucha complicidad y compañerismo.
Este individuo siempre estaba pendiente de nuestra relación y de manera obsesiva me preguntaba por mi vida sexual. Trataba de controlarme y yo comenzaba a distanciarme.
A fines de 1986 o a principios de 1987 comenzó ofrecer sus “talleres” y “terapias” en una casa ubicada al frente de la Vicaría. Se había convertido en una suerte de “terapeuta” y muchos lo llamaban “gurú” o “maestro”. En sus “terapias” ejercía una fuerte presión sobre la voluntad de las personas, la mayoría de los cuales éramos muy jóvenes. En esa casa fui abusada por él en una oportunidad. Ese momento fue clave porque decidí retirarme del COCEF para alejarme de él. Anuncié mi retiro en una reunión de asesores y animadores, pero no me atreví a decir que me iba porque estaba huyendo de un depredador sexual. Él se ofuscó, pero no me importó. Al fin me había liberado.
A los pocos días de haberme apartado del COCEF decidí encararlo por primera vez. Le pedí que nos reuniéramos. Cuando lo enfrenté se enojó, me invalidó, se burló y lo negó. Fue la última vez que hablé con él. En el verano de 1995 me lo encontré por casualidad en la municipalidad de Conchalí, donde trabajaba. Nunca más lo vi.
Durante más de tres décadas sentí culpa y vergüenza por esta experiencia de abuso sexual y abuso de conciencia. A los 22 años me diagnosticaron depresión y empecé con terapia, pero nunca pude hablar de este tema. Siempre tenía otras urgencias vitales que tratar. En todos mis procesos terapéuticos con psiquiatras y psicólogos me fue imposible develarlo.
Todos mis intentos por contar que había sido abusada se topaban con el miedo a ser cuestionada, juzgada y condenada. ¿Qué van a pensar de mí? ¿Qué van a decir?, eran preguntas que me hacía de forma recurrente. Aún tenía amigos y amigas que lo recordaban con afecto y admiración. ¿Cómo les iba a decir que su “maestro” había abusado de mí? A pesar de mi sufrimiento no me sentía con el derecho a derrumbar sus certezas.
Las denuncias en contra del sacerdote Fernando Karadima en 2010 me remecieron y me dieron un impulso para revelar lo que había vivido por parte de un funcionario laico de la Iglesia Católica. Además tenía el antecedente de que el vicario Juan Andrés Peretiatkowicz había abusado de un joven del COCEF en la misma época en que yo había sido abusada por Patricio Cáceres. Con el “caso Karadima” tuve claro que el espacio de la Vicaría de Pastoral Juvenil había sido un lugar propicio para cometer este tipo de delitos, al igual que lo había sido la Iglesia de El Bosque liderada por Fernando Karadima. No se cuestionaba el ejercicio de autoridad de los líderes y no había a quien recurrir para contar lo que estaba pasando. Tanto el vicario Juan Andrés Peretiatkowicz como Patricio Cáceres eran personas carismáticas, con gran confianza en sí mismos y una gran capacidad de persuasión. Era sujetos narcisistas y autoritarios.
Ese año 2010 me reuní con uno de los periodistas de CIPER que había investigado el “caso Karadima” y le hablé de los delitos de Patricio Cáceres. Me pidió testimonios que pudieran sustentar mi denuncia, me comprometí a hacerlo, pero me inhibí de hablar con mis amigas de esa época. Volví a enterrar el asunto y sólo en junio del año 2018, una vez que me enteré de las denuncias de abuso sexual infantil en contra de Juan Andrés Peretiatkowicz, tomé la decisión de contarle a las amigas con quienes había compartido en el COCEF. Todas me creyeron, me apoyaron y contuvieron. Por ellas supe que conocían del caso de un adolescente abusado por Juan Andrés Peretiatkowicz y que en su momento lo habían denunciado, pero había sido encubierto por funcionarios de la Vicaría.
Ha sido un largo proceso de sanación que ahora culmina con la revelación pública de esta experiencia dolorosa. Tengo la esperanza de que hoy comenzará un nuevo ciclo en mi vida. El abusador no será juzgado ni castigado, pero este acto de denuncia que hoy hago junto a Paula me resulta reparador. Lo hago por mí y por los miles y miles de niños, niñas y adolescentes que han sobrevivido a los abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por sujetos inescrupulosos que viven en la impunidad. Y también lo hago por aquellos que no pudieron sobrevivir. En mi memoria siempre estarán presentes los nombres de Antonia Barra y de Gabriela Marín entre tantos y tantos nombres.
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